domingo, 13 de marzo de 2016

¡Dios Reina! Creciendo en Cristo a través de su Oficio de Rey. Una Exposición de Hebreos 1:2-3



Introducción

Tim Keller, pastor de la Iglesia del Redentor en la Ciudad de Nueva York, cuenta de una ilustración que le cambió la vida. No la escuchó en el seminario ni en un encuentro teológico, sino que la escuchó en la escuela dominical alrededor del año de 1970. Recuerda que su maestra de escuela dominical le dijo: “Supongamos que la distancia entre el sol y la tierra (unos 180 millones de kilómetros) se redujera al grosor de una hoja de papel. Si tal fuera el caso, entonces la distancia entre la tierra y la estrella más cercana sería de un monto de papeles de alrededor de unos 50 metros. Y el diámetro de la galaxia sería un monto de papeles de algunas 600 kilómetros de alto.” Continuó la maestra diciendo: “la galaxia no es más que una pequeña mota de polvo, pero Jesús sostiene el universo por el poder de su palabra.” Finalmente, la maestra astuta hizo la siguiente pregunta: “Ahora bien ¿Es este el tipo de persona a quien le pides que sea parte de su vida para que sirva de tu asistente?”

¡Obviamente no! Jesucristo es el Rey; es Rey de reyes y Señor de señores (Apocalipsis 17:14). Keller recuerda su asombro al reconocer esta maravillosa verdad. Esta semana quiero concluir una serie de mensajes sobre Hebreos 1:1-3 con un enfoque en el oficio de rey de nuestro Señor Jesucristo y el papel que ese oficio ocupa en nuestro crecimiento como discípulos suyos.

Hace dos semanas, presenté a Jesucristo en su oficio de profeta. Dije que Cristo es nuestro profeta supremo y que la comunicación de su palabra – progresiva, personal y profética – es una fuerza motora de nuestro crecimiento en El. Al crecer en el discipulado, escuchamos la voz de Cristo con mayor claridad, con mayor convicción. La semana pasada, presenté a Jesucristo en su oficio de sacerdote. Dije que en este texto de Hebreos percibimos un retrato de Cristo como nuestro sumo sacerdote y que su intercesión – respondiendo al problema del pecado, reconciliándonos con el pacto eterno de amistad e intimidad de Dios y la finalidad de su obra – es también un eje motriz de nuestro crecimiento. A través de la obra sacerdotal de Cristo, crecemos al acercarnos “con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura” (Hebreos 10:22). A través de la obra sacerdotal de Cristo, crecemos al mantenernos “firmes, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió” (Hebreos 10:23). Y a través de la obra sacerdotal de Cristo, crecemos al considerar “unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras, no dejando de congregarnos” (Hebreos 10:24-25).  

Esta semana consideraré a Cristo en su oficio de rey e intentaré extraer del texto su aplicación para nuestro crecimiento como discípulos de Cristo y súbditos del Rey.

Cristo y su Oficio de Rey
Jesucristo es rey en dos formas separadas pero complementarias. Primero, Jesucristo es el Hijo eterno de Dios, “el resplandor de su gloria y la imagen misma de su sustancia” (Hebreos 1:3). En su naturaleza divina, Cristo es el rey soberano del universo. Esta faceta del oficio real de Cristo se asocia con su deidad y se conoce comúnmente como el regnum essentiale  - el reino esencial de Cristo (Ver la Dogmática Reformada  de Herman Hoeksema para una discusión ampliada de este punto). En las siguientes semanas el Pastor Scott Eckles tratará esta faceta del oficio real de Cristo con mayor detalle. Esta tarde me enfocaré en una segunda faceta del oficio real de Cristo que surge precisamente de su obra profética y sacerdotal. Esta faceta se conoce como el regnum gratiae o como el reinado mediador de Cristo. Esta segunda faceta del oficio real de Cristo, pues, surge directamente de su obra en la cruz del Calvario en el fluir de la historia de la redención. Jesucristo, sin duda, ha sido el Rey a través de toda la eternidad. Siempre ha sido en forma de Dios porque siempre ha sido Dios. Pero aun así, leemos en Filipenses 2:6-11:

El cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos y en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.

El reinado mediador de Cristo, entonces, es el resultado de su pasión. Su obediencia, su sumisión, su humillación de sí mismo fue la razón por la cual Dios le exaltó hasta lo sumo, sentándole a la diestra de la Majestad en las alturas (Hebreos 1:3) y poniendo a sus enemigos por estrado de sus pies (Salmo 110:1). El reinado mediador de Cristo es tanto un estado como es un oficio. Es la sesión de Cristo (sentado a la diestra de Dios Padre) que lo constituye Rey de reyes y Señor de señores por siempre y que asegura que toda rodilla doblará y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor. Y vendrá el día en que cada lengua – lenguas burlonas, lenguas incrédulas, lenguas dudosas – cada lengua confesará que Jesucristo es el Señor.

En nuestro texto de esta tarde, podemos ver un retrato hermoso del estado de exaltación de Cristo y de su resultante reinado mediador. Quiero llamarles la atención a tres aspectos del reinado mediador de Cristo. Primero, consideraremos la sesión de Cristo, su estado exaltado a la diestra de la Majestad en las alturas. Segundo, consideraremos la posesión absoluta de Cristo habiendo sido constituido heredero de todo. Por último, consideraremos la autoridad de Cristo siendo quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder.

La Sesión de Cristo
En Hebreos 1:3 leemos: “habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.” La semana pasada consideramos la conexión entre “la purificación de nuestros pecados” y “se sentó.” Dije que cuando Cristo “se sentó” demostró la finalidad de su sacrificio expiatorio. No había nada más que se tenía que hacer para efectuar la purificación de nuestros pecados y no hay nada más que nosotros podemos contribuir a esa purificación. La obra de Cristo fue terminada – fue terminada en el madero maldito cuando pronunció la palabra tetelestai – cumplido, pagado. Pero la frase “se sentó” expresa más que la finalidad de la obra de Cristo en la cruz. Expresa también su resultado y su exclusividad. El resultado de su obra fue que Dios lo exaltó en lo sumo y lo sentó a la diestra de la Majestad en las alturas. Y ¿qué es esto de la diestra? Esto es el lenguaje regio que los primeros lectores de la carta a los Hebreos hubieran reconocido de inmediato. La diestra – deixos – quiere decir ocupar el lugar más alto de honor y distinción. Cristo, el Hijo Eterno de Dios, es Dios y por eso ocupa el asiento de honor. Pero este texto nos demuestra, junto con Filipenses 2:6-11, que no es que ocupa el asiento de mayor honor y distinción sino también que Dios mismo lo ha expresamente colocado allí. Y es precisamente por eso que Cristo es el único mediador entre Dios y el hombre. En Juan 14:6 Jesús dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Pedro añade en Hechos 4:12: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.”

La sesión de Cristo, por lo tanto, lo hace distintivo y exclusivo. Sólo hay una diestra, un asiento de máximo honor y reconocimiento y ha sido dado a Jesucristo de Nazaret. El Pastor Scott me compartió el otro día una estadística que me impresionó. Me dijo que un cincuenta y ocho por ciento de los norteamericanos evangélicos piensan que Jesucristo no es el único camino al cielo - ¡un cincuenta y ocho por ciento! ¿Qué tan baja es nuestra visión de la sesión de Cristo? Dios colocó a Cristo a la diestra de la Majestad en las alturas. ¿Dónde colocamos a Cristo en nuestras vidas? ¿Ocupa el lugar de mayor honor y distinción? ¿U ocupa un segundo o tercer lugar en nuestras vidas? A menudo he escuchado a cristianos que me dicen: “Mira, en mi vida, Cristo es número uno, mi familia es número dos, mi trabajo es número tres y mis pasatiempos son número cuatro.” Muy bien, les respondo, pero sabes que estás muy equivocado. La sesión de Cristo a la diestra de la Majestad en las alturas, su estado de exaltación en lo sumo, su reinado, su señorío no es contable y no puede ser limitado a un punto en una lista. ¡No! Si dices que Cristo es número uno y otra cosa es número dos, ya has fracasado en hacer de Jesús tu Rey y Señor. Cristo no es número uno. ¡Cristo es todo! Cristo está en el centro de todo también. Cristo es el centro del matrimonio, de la familia y del trabajo. ¿Por qué? Porque Dios lo sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.

Pero ¿qué quiere decir colocar a Cristo en el centro de todo? Quiere decir que vivimos por el Rey Jesús. Nuestro objetivo y nuestra prioridad suprema es Cristo el Rey. Quiere decir que nuestra aspiración más alta para nuestros hijos no es que logren ser aceptados a la universidad que quieren ni que ocupen el primer lugar en su equipo deportivo. Nuestra aspiración más alta para nuestros hijos es que lleguen a ser hombres y mujeres fieles al Dios y comprometidos discípulos del Rey Jesús. Entre paréntesis diré que no hay bendición más grande que ver a un hijo o una hija entrar al ministerio, ir al campo misionero o dedicar su vida al servicio del Señor. Quiere decir que nuestra conducta en el trabajo es regido no por las métricas de actuación desarrolladas por la empresa sino por el Señorío que tiene Jesús en nuestras vidas. Todas nuestras actividades y actitudes en el lugar de trabajo deben honrar a Jesús y testificar de su obra en nuestras corazones.

La Posesión de Cristo
En Hebreos 1:2 leemos: “en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo.” Jesucristo fue exaltado en los sumo por Dios. También fue constituido heredero de todo. Este versículo habla del oficio real de Jesús. Como Rey de reyes y Señor de señores, Cristo es el dueño, no de este edificio, no de las cuentas bancarias de cada iglesia en el mundo – Cristo es el dueño de todo. Salmo 24:1 dice: “De Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo y los que en él habitan.”

Una de las primeras palabras que aprenden los niños, tal vez después de mamá y papá, es la palabra mío. Parece que estamos programados con este sentido de adueñamiento. Recuerdo una vez que fui con mi hijo a repartir ropa y juguetes en una colonia muy pobre en la frontera de Texas y México. Mientras descargábamos las cajas de la camioneta, mi hijo – que tenía unos cuatro años en esa época – vislumbró dentro de una de las cajas uno de sus juguetes favoritos. De pronto va a la caja, recoge el juguete y dice: “este es mío.” Después de explicarle a quien se lo estaríamos regalando y porque, le echó una última mirada, hizo pucheros y volvió a colocar en la caja.   

Y así somos todos. ¡Mío, eso es mío! Y hacemos de nuestras vidas una constante lucha para conseguir más. Lo sorprendente es que nos afanamos por conseguir el pedazo más pequeño de la herencia. Cristo es el heredero de todas las casas. De hecho, nada es mío. Todo pertenece a Cristo. Esto transforma radicalmente nuestra visión de las posesiones. Nuestras cuentas bancarias, nuestras casas, nuestros automóviles – todo pertenece a Cristo. Y por eso cuando damos, damos de las mismas posesiones que Dios nos ha dado a nosotros. El Apóstol Pablo escribe en 2 Corintios 9:7-8: “Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre. Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra.”

La Autoridad de Cristo
En Hebreos 1:3 leemos: “el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder.” Consideremos la última cláusula de este versículo” “sustenta todas las cosas con la palabra de su poder.” La palabra griega para “sustenta” es feron. Esta palabra se ha traducido en otras versiones como ‘sostener.’ La palabra ‘sostener’ parece conllevar la idea de algo estable y estacionario. Pero la palabra griega feron siempre involucra la idea de movimiento. Por eso, en otras partes del Nuevo Testamento se traduce como ‘llevar’ o ‘traer’. Cuando el autor de Hebreos dice “sustenta todas las cosas” se sobreentiende un sustento que involucra movimiento. Cristo guía el universo a la vez que lo sostiene. El es la razón por la cual existe. El lo sostiene todo. Pero también dirige el universo según el cumplimiento de sus propósitos. Implícito en esta frase está el control soberano de Cristo sobre el universo. Y ¿cómo ejerce este control? Lo hace a través de la “palabra de su poder.” En el griego del Nuevo Testamento hay dos palabras que se usan para hablar de la “palabra”: logos y rema. Logos es la palabra traducido como Verbo en Juan 1:1: “En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios.” Pero en este texto, la palabra que se utiliza es rema. El sentido de logos enfatiza el significado o el contenido de una palabra. El sentido de rema, por otra parte, enfatiza la articulación o pronunciación de una palabra. Lo que esto quiere decir entonces es que el poder de la palabra de Cristo para sustentar el universo surge de su pronunciación de palabras. El hecho de que Cristo habla, en su oficio profético, es lo que sostiene al universo y lo que lo dirige hacia al cumplimiento de sus propósitos perfectos.

Entonces, ¿qué está incluido en el universo? ¿Qué es lo que Cristo sostiene por el poder de su palabra? El poder de su palabra ciertamente sostiene las propiedades físicas del universo. Si la tierra estuviera un kilómetro más cercana al sol, todos nos quemaríamos. Si la tierra estuviera un kilómetro más lejos del sol, todos nos congelaríamos. Es el poder de la palabra de Cristo que lo sostiene. Pero ¿qué más se incluye en el universo? ¿La enfermedad? ¿Los conflictos en el trabajo? ¿La actitud rebelde de su hijo o hija? ¿Son estas cosas parte del universo? Cristo también sostiene y mueve estas cosas según sus propósitos soberanos por medio del poder de su palabra. Así que, la pregunta que nos podemos hacer en medio de estos problemas es ¿dónde está la palabra pronunciada, la conversación con Jesucristo? Someterse al Señorío de Cristo, ser un súbdito del Rey Jesús quiere decir escuchar sus palabras. Si no estamos escuchando las palabras de Cristo, si no estamos envueltos en el poder de sus palabras, ¿debemos esperar que esas palabras sostengan y muevan nuestros problemas en la única dirección que El mueve, de promesa a cumplimiento?

Conclusión

Cerremos, pues, esta serie. Comencé la serie comentándoles acerca de una escena en la novela El Príncipe Caspian en que hubo un re-encuentro entre Lucy y Aslan. Lucy le pregunta a Aslan si había crecido, pues el león se la aparece como más grande, más imponente. Aslan responde que no, que no ha crecido. Luego le dice que lo que sucede es que ella ha crecido. Y cada año que crece, le dice el león a la niña, me verás más grande. Les sugerí que esta escena es en realidad un retrato, una metáfora del discipulado. Es un retrato de cómo, cuando crecemos en Cristo, lo vemos cada vez más grande, cada vez más majestuoso, cada vez más supremo, cada vez mejor.

El autor de Hebreos arranca su epístola con una descripción sucinta y majestuosa de Cristo. Dentro de esta descripción, podemos observar los tres oficios de Cristo: profeta, sacerdote y rey. Y en la medida que crecemos, se nos aparecen estos oficios más grandes, mejores y más preeminentes. En su oficio de profeta, Cristo nos habla cada vez más progresivamente, cada vez más personalmente, cada vez más proféticamente. En su oficio de sacerdote, responde a nuestro problema fundamental con mayor precisión, nos reconcilia a Dios cada vez más cerca, y nos demuestra su suficiencia cada vez más clara. En su oficio de rey, Cristo se nos aparece cada vez más exaltado, se nos aparece con mayor dominio sobre nuestras posesiones y se nos aparece con una autoridad cada vez más poderosa. Y no es porque Cristo ha cambiado. Cristo no cambio, pero nosotros sí cambiamos. Y cada vez que crecemos por su gracia y su misericordia, lo vemos más grande y lo vemos mejor.


¿Estás creciendo en Cristo? O tal vez sientes que Cristo cada vez te habla menos personalmente. Tal vez has tomado a la ligera el gran sacrificio que Cristo ha hecho por ti. Tal vez el Señor tiene un papel más pequeño en tu vida en vez de asumir un papel más importante. Si este es el caso, te puedo decir hermano o hermana que no estás creciendo. Pero también te diré que tenemos un profeta supremo, tenemos un sumo sacerdote, tenemos el Rey de reyes y el Señor de señores en Jesucristo. Acerquémonos a El, mantengámonos firmes y consideremos como alentar el uno al otro al amor y a las buenas nuevas. Así es como se crece en el discipulado y así es como llegaremos a ver a Cristo en toda su plenitud y excelencia.

domingo, 6 de marzo de 2016

¡Dios Salva! Creciendo en Cristo a través de su oficio sacerdotal: Una exposición de Hebreos 1:3

Introducción

La semana pasada, al presentar una visión panorámica de la Epístola a los Hebreos, propuse que el libro trata fundamentalmente con el discipulado. La Epístola se trata del crecimiento en Cristo y en el retrato superior y mejor de Cristo que viene como resultado del crecimiento. Nosotros, como Lucy en la novela El Príncipe Caspian, vemos a Cristo más grande, lo vemos mejor, no porque El ha crecido sino porque nosotros hemos crecido.

El propósito del mensaje de la semana pasada era de demostrar que el oficio profético de nuestro Señor Jesucristo es una de las fuerzas motoras de nuestro crecimiento. Dios nos habla en el Hijo, en Cristo. El habla de Dios es progresivo – siempre moviendo en la dirección de promesa a cumplimiento. El habla de Dios es personal – se dirige a nosotros como individuos dentro del vínculo de su pacto de amistad e intimidad con nosotros. Y finalmente, el habla de Dios es profético – proviene de la Palabra inspirada en las Escrituras y a través de la exposición fiel de esa Escritura en la predicación de los maestros que Dios ha dado a su iglesia.

En este mensaje, me enfocaré en una segunda fuerza motora de nuestro crecimiento como discípulos del Señor Jesucristo. Esta segunda fuerza es su oficio sacerdotal. En su oficio profético, Cristo nos comunica la Palabra de Dios de forma directa y clara. En su oficio sacerdotal, Cristo interviene a nuestro favor para reconciliarnos con Dios. Pero ¿cómo es que la intervención sacerdotal de Cristo puede ser una fuerza motora para el crecimiento?

Donald Grey Barnhouse cuenta la historia de un hombre que iba caminando en una noche oscura. Pasa un taxi en dirección contraria a la acera en que camina. La llanta delantera del taxi estalla con un charco enlodado salpicando el lodo encima del inocente caminante. “Me ha mojado ese taxi,” dice el hombre. A unos cincuenta metros de la luz, examina su pantalón y dice: “No creo que sea tan malo” y prosigue en su camino. Al acercarse más a la luz dice: “Es peor de lo que había pensado.” Ya debajo de la luz, dice: “voy a tener que regresar a la casa a cambiarme de pantalón.”

Entre más te acerques al Señor, dice Barnhouse, más verás el pecado que está en tu vida. Entre más cerca estemos de Dios, más nos veremos a nosotros mismos por lo que somos.

La conclusión de Barnhouse nos recuerda de lo que dijo Juan Calvino en su comentario al Salmo 32:1:

Entre más progresa uno en la santidad, más lejos se siente de la justicia perfecta y más claramente percibe que no puede confiar en nada que no sea la misericordia de Dios. Por eso, parece que se equivocan aquellos que ven el perdón del pecado como imprescindible solamente para iniciar en la justicia.

El oficio sacerdotal de Cristo, entonces, nos mueve hacia al crecimiento en el reconocimiento de nuestro pecado, en el entendimiento de nuestro pecado, y en el arrepentimiento del pecado. En la medida que vemos a Cristo como más grande y mejor, en la medida que se nos aparece en su oficio sacerdotal ofreciéndonos una intercesión mejor, en esa misma medida llegamos a comprender mejor la gravedad de nuestro pecado y nuestra necesidad de “una salvación tan grande” (Hebreos 2:3).

Hebreos 1:3

El texto en que nos enfocaremos esta tarde se encuentra en Hebreos 1:3. “El cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.” Me concentraré en la última porción del texto indicado aquí en negrilla. Me enfocaré en cuatro frases claves en esta porción del texto – primero, trataré la palabra “pecados”, luego analizaré el verbo “habiendo efectuado.” Echaré un vistazo a la palabra “purificación,” y por último consideraré la frase “se sentó.”

Pecado
La predicación sobre el pecado es poco común, aún detestado, en el cristianismo actual. Robert Schuller, pastor de la famosa Catedral de Cristal en el sur de California, en un célebre comentario dijo que la gente es difamada, agotada, pisoteada y maltratada durante toda la semana. Pregunta retóricamente: “¿Queremos hacerle lo mismo los domingos por la mañana?” Predica el amor de Dios hacia al pecador y no la ira de Dios por el pecado. Esto es lo que nos dice la corriente del cristianismo en la posmodernidad.

Pero esta corriente no es una que surgió únicamente en la homilética evangélica de fines del siglo XX. De hecho, la tendencia de cubrir la realidad del pecado por el amor de Dios ha sido un tema predominante en toda la teología moderna. Cuando se le preguntó al eminente teólogo alemán Karl Barth cuál era la pericia teológica más profunda que había conocido en sus estudios, replicó con la sencilla frase: “Jesús me ama, me ama a mí, pues la Biblia dice así.” John Piper ha notado un cismo definitivo entre la teología del siglo XVII donde el tema predominante parece ser el pecado y la teología del siglo XX en que el tema predominante parece ser el amor. Piense, por ejemplo, en los famosos sermones de los Puritanos: Pecadores en manos de un Dios airado por Jonatán Edwards o Directrices para odiar el pecado por Richard Baxter. En el siglo XXI, tales títulos de sermones rechinan en los oídos de los cristianos contemporáneos. Cornelius Plantiga en su libro El Pecado: Las cosas no son como deberían ser dice:

Hoy en día, la acusación has pecado se suele decir con una sonrisa y con un tono que señala la burla. En una época, dicha acusación aun tenía la capacidad de provocar el temor. Creciendo en la década de 1950 en el oeste de Michigan en un clima calvinista, creo que escuché un número igual de sermones sobre el tema del pecado que escuché sobre el tema de la gracia. La idea en esa época parecía ser que no se podía entender ni el pecado ni la gracia sin un entendimiento pleno de ambos.

Y, por eso, no tenemos que evitar la predicación sobre el pecado. Pues como dijo el Apóstol Pablo en Romanos 5:20: “mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia.”

Pero ¿qué es el pecado? Los maniqueos, una secta religiosa fundada por el profeta iraní Mani en el siglo III, creían que el pecado era el resultado de una existente fuerza eterna que sostiene el universo en tensión con otra fuerza eterna de bondad. San Agustín se opuso con vehemencia a la herejía maniquea argumentando que la maldad proviene, no de una fuerza externa, sino del mismo libre albedrío del hombre. Leibniz pensó que el pecado no era otra cosa que la privación del mal y Spinoza decía que el pecado es una ilusión, la ausencia de la conciencia de Dios. Los maniqueos, Leibniz y Spinoza todos erraron en su descripción del pecado.

La descripción bíblica del pecado es completamente diferente. La palabra en nuestro texto es la palabra hamartía – que literalmente quiere decir “no alcanzar la meta.” El significado literal de la palabra presupone que el pecado siempre se relaciona con Dios y con su voluntad. El Catecismo Menor de Westminster pregunta: ¿Qué es el pecado? La respuesta: El pecado es la falta de conformidad con la ley de Dios o la transgresión de ella. Y es por eso que el Apóstol Pablo afirma en Romanos 3:23 que “todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios.”

El problema fundamental de la humanidad es el pecado. Los sociólogos nos dicen que el problema se puede resolver con mejor educación, mejoras en la atención sanitaria y un sistema de apoyo social más eficaz. Los políticos nos dicen que el problema se puede resolver al derribar una economía injusta o que se puede resolver sacando a todos los políticos tontos de Washington. Pero estas no son soluciones. Son, más bien, excusas que sirven para ocultar el verdadero problema. De hecho, el intento de identificar los pecados de los demás y de situar el pecado fuera de nosotros mismos me parece inútil. En Salmo 51:4, David se arrepiente de sus múltiples pecados. La codicia de la esposa de otro hombre. El adulterio con Betsabé. Y el homicidio de Urías. Pero ¿qué es lo que dice? ¿He ofendido a mi prómijo? ¿He avergonzado a mi familia? ¿He decepcionado al pueblo? No. Dice: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos.” Es únicamente cuando vemos el pecado como una ofensa a Dios que en realidad lo comprendemos y podemos realmente arrepentirnos de él. Pero ¿cómo logramos ver el pecado de esta manera?

Habiendo efectuado
En nuestro texto leemos “habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo.” El verbo en el texto griego es poiesamenos – verbo en la voz media que conlleva el significado “habiendo efectuado por medio de sí mismo.” Cristo efectuó la purificación de nuestros pecados por sí mismo. El fue tanto el agente como el medio de la purificación. Hizo algo para purificar nuestros pecados. Murió en el maldito madero del Calvario. Pero también fue y es algo para la efectuación de la purificación.

Entonces, ¿cómo es que logramos ver nuestra falla en lograr la meta de la voluntad de Dios? Lo logramos mirando a Cristo. Cristo fue perfecto. No tuvo pecado alguno. Alcanzó perfectamente la meta de la ley y la voluntad de Dios. Dice 2 Corintios 5:21: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.”

Es Cristo y su perfección absoluta que nos permite ver nuestro pecado como una ofensa a Cristo. Y por eso cantamos con los himnólogos contemporáneos de Sovereign Grace: “Muestra a Cristo, muestra a Cristo. Revela, oh Dios, tu gloria a través de tu verdad hasta que todos confiesen que Cristo es el Señor.”

Purificación

Pero la intervención que Cristo hizo a nuestro favor no fue hecho únicamente por vivir una vida perfecta. Se realizó no sólo por lo que fue y es sino también por lo que hizo. La palabra “purificación” nos señala el rito veterotestamentario y nos prepara para una discusión prolongada sobre el significado de los sacrificios de animales en los capítulos 7 a 10 de la Epístola. En Hebreos 10:14, el autor explica de que se trataba la purificación: “porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.”

La purificación, por lo tanto, es un mecanismo por medio del cual Dios nos reconcilia a sí mismo. En 2 Cortintios 5:19 vemos una clara asociación entre la purificación la reconciliación entre Dios y su pueblo. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación.”

Herman Hoeksema argumenta que la reconciliación es una idea del pacto. Presupone una relación entre aquellos que han de ser reconciliados. Hermanos, esposos y amigos pueden ser reconciliados. Extranjeros y desconocidos no pueden reconciliados. Apenas pueden ser presentados. Esto quiere decir que la obra sacerdotal de Cristo de purificar los pecados y reconciliar el hombre con Dios toma lugar dentro del marco del pacto de amistad e intimidad entre Dios y su pueblo. Hoeksema define la noción de reconciliación con precisión. Dice: “La reconciliación, pues, es el acto por medio del cual Dios cambia el estado del pecador de uno de culpabilidad en que es el objeto apropiado de la ira de Dios a un estado de justicia en que es el objeto del amor y favor de Dios.”

Y esto lo hizo para ti y para mí. Algunos ven las doctrinas de la elección y la expiación definida como ideas exclusivistas antiguas que servían para excluir al mundo de la gracia y el favor de Dios y para guardar las bendiciones de Dios dentro de un grupo selecto. Ese no es el caso. Dios es quien elige y lo hace de toda tribu y toda lengua. Apocalipsis 7:9-10 dice: “Depues de esto miré y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas las naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono y al Cordero.” Así que ¡no! La elección y la expiación limitado no se tratan del exclusivismo ni del excepcionalismo. No son el equivalente teológico a la de “construir un muro fronterizo y hacer que el incrédulo lo pague.” No. Las doctrinas de la elección y la expiación limitada son doctrinas para ti y para mí. Son doctrinas que nos ayudan a comprender la amistad e intimidad en que Dios nos ha tenido desde antes de la fundación del mundo. En Salmo 22:9-10 leemos: “Pero tú eres el que me sacó del vientre; el que me hizo estar confiado desde que estaba a los pechos de mi madre. Sobre ti fui echado desde antes de nacer; desde el vientre de mi madre, tú eres mi Dios.” Este es el propósito de la obra sacerdotal de Cristo – de restaurar el pacto de amistad que Dios ha establecido con nosotros desde que estuviéramos en la vientre de nuestra madre.

Se sentó

Finalmente, me gustaría invitarle a considerar la frase “se sentó.” En el Antiguo Testamento, el sacerdote nunca se sentaba. En las descripciones detalladas que tenemos del Tabernáculo y del Templo, no encontramos en ningún lugar mención de una silla. Es porque no había sillas en el templo. El sacerdote no se sentaba porque su trabajo era inacabable. Nunca terminaba. Pero la obra sacerdotal de Cristo sí fue completada. Y como se había cumplido, se sentó. Considere las palabras del autor de Hebreos en 10:11-13: “Y ciertamente todo sacerdote está de pie, día tras día, ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero El, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados para siempre, se sentó a la diestra de Dios, esperando de ahí en adelante hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies” (LBLA).

¡Cristo se sentó! ¡Su labor sacerdotal se cumplió! ¡La salvación se ha cumplido! No hay nada más que tiene que hacer como nuestro sumo sacerdote.

Pero ¿qué de nosotros? ¿Hay aun algo que nosotros tenemos que hacer? Este es el problema fundamental de la doctrina conocida como “una vez salvo siempre salvo.” Dicha doctrina sugiere que de la misma forma que Cristo se sentó, nosotros también nos podemos sentar. Una vez que oramos la oración del creyente, podemos sentarnos. Pero si vemos un poco más adelante en Hebreos 10, veremos que aun queda mucho por hacer para nosotros. No hemos sido llamados a sentarnos. Versículo 21: “y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios” Versículo 22: acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe”; versículo 23: “mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza”; versículo 24: “y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras.”

El oficio sacerdotal de Cristo es una fuerza motora para nuestro crecimiento y a través de este oficio lo vemos más grande, mejor, superior y supremo.

Conclusión


Retomando la anécdota de Barnhouse, mientras que nos acerquemos más y más a la luz, vemos más claramente la mancha que el pecado ha dejado en nuestros corazones. Pero tenemos un gran sumo sacerdote que de sí mismo efectuó purificación de nuestros pecados y se sentó a la diestra de la Majestad en lo alto. Su obra ha sido completada, pero la nuestra continua. Mientras seguimos acercándonos, mientras nos mantengamos firmes y mientras nos consideremos los unos a los otros para estimularnos al amor y a las buenas obras, llegamos a ver a nuestro sumo sacerdote y su obra de purificación con mayor claridad, con mayor sobriedad y con mayor magnificencia. A él sea la gloria por los siglos de los siglos.